Jorge Eduardo Arellano
LAS TRADICIONALES fiestas de Santo Domingo de Guzmán (1170-1221) obedecieron a un sincretismo cultural: la sustitución de una deidad aborigen ––relacionada con el maíz–– por el santo de la Edad Media, fundador de la Orden de los Predicadores. Los indígenas de Managua prefirieron este “santito” ––su imagen parece un ídolo diminuto–– en lugar del patrono oficial impuesto por los españoles: Santiago apóstol, titular de la parroquia de Managua ya en 1750, como lo refirió en su visita el obispo Pedro Agustín Morel de Santa Cruz.
De ahí que, cíclicamente, los managuas, al menos desde la cuarta década del siglo XIX, van el 1ro. de agosto a traerlo a su Ermita en las Sierras vecinas (donde en 1885 se generaría la leyenda de su “hallazgo”) y a dejarlo el 10 con bailes y otras manifestaciones populares. Por una crónica de Félix Pedro Largaespada, se sabe que a finales del siglo antepasado, desde mediados de julio, se recogían los toros en las haciendas de Sabana Grande, se preparaban las barreras en las plazas de San Miguel, San Sebastián, San Antonio y la Parroquia; varios muchachos vestidos de mujer realizaban los ensayos del atabal y unos ancianos, después de entonarse el pecho con algunas copitas de aguardiente, improvisaban décimas para deleitar al auditorio. Una de ellas decía:
Las ramas del tamarindo
se encuentran con las del coco;
no pienses en mí, mi linda,
que tu amor me tiene loco.
Largaespada prosigue: El 31 de julio una muchedumbre a pie, o a caballo, se dirigía a vestir al santo, en su ermita situada al sureste de la ciudad, a tres leguas de distancia, en las sierras del mismo nombre. Improvisaban un teatro y en la noche los actores managüenses Tedosio Chávez, Ramón Pérez y Juan L. Gómez representaban el coloquio, obra dramática del poeta del pueblo Casimiro Guerrero. Aumentaban la alegría las felices ocurrencias de los actores, la música, bailes, cantos, comilonas y libaciones en los ranchos y sus alrededores. El 1ro. de agosto, a las diez de la mañana, salía la minúscula imagen conducida en hombros de mujeres, mientras se bailaba La Yegüita y El Torovenado. A la mitad del camino, bajo un árbol corpulento (en Moralimpia), se detenían a descansar, llegando a la una de la tarde a las rondas de Managua. Y agregaba el referido cronista:
Una vez allí colocaban la imagencita en una carroza en forma de barco formada de fuertes bejucos y forrada en manta, sobre una carreta tirada por bueyes. En el “barco” iban el mayordomo de la fiesta y los músicos. En ese lugar se verificaba el tope, creciendo la alegría con la presencia del atabal y El Gigante y David, las Inditas y la Yegüita, la Sirena, la Mona y el Zopilote. La caballería formaba círculos a los toros llevándolos delante de la comitiva delirante. Había tope de en medio y tope de abajo, iguales o superiores al primero, pues hacían simulacros de batallas entre varios barcos, disparando fusiles sin balas, y dirigiendo al parecer la batalla naval con hombre trajeado, con un carrizo de latas en las manos, al que tiraban de una carretilla.
Había carreras de caballos, no exentos de accidentes. El Código de Policía, emitido en la administración del general Joaquín Zavala, redujo los días de fiesta a tres, prohibió el juego de toros y las carreras de caballos; más tarde no se hizo caso de esa prohibición. El 10 era la dejada del santo en su Ermita. Desde el 9 se dirigían allá la gente en carretas que pasaban de 400, fuera de la inmensa concurrencia de a pie o de a caballo. Los generales presidente Tomás Martínez (1858-1967), Pedro Joaquín Chamorro (1875-1879) y José Santos Zelaya (1893-1909) acostumbraban dejar al santito. (Revista Femenina Ilustrada, núm. 2, 10 de agosto, 1919).
Para entonces (segunda década del siglo XX), Santo Domingo ya había sustituido definitivamente a Santiago, a quien los managuas celebraban asimismo a finales del XIX. Durante esa fiesta se representaba la escena del Gigante y el Alférez. El primero, al son del tambor, imprecaba al segundo:
Salí Alférez atrevido
a pelear con el Gigante,
salí porque en este instante
me tenés enardecido.Y al pegar un bramido,
te quedarás viendo oscuro
y dirés en el futuro
que de milagro has vivido.Y así querés darme el pago,
en este día tan tierno
diciendo: ¡Viva el gobierno
y el apóstol Santiago!
“El pueblo tenía razón de darle vivas al gobierno ––señaló Isabel Huezo de Maltez––, pues era el principal mantenedor de la fiesta. Antaño, el 25 de julio fue declarado Día de Fiesta Nacional. Se izaba y se enarbolaba la bandera con 21 cañonazos y de hora en hora resonaba el cañón en honor del señor Santiago” (La Noticia, 25 de julio, 1945). Según El Porvenir de Nicaragua (núm. 3, 14 de agosto, 1875), los capitalinos celebraban de inmediato las fiestas de Santo Domingo, lo que ––según el director de ese periódico–– impedía a los operarios trabajar en sus labores.

